Historias
Stelmaszczuk: sobrevivir y salvar vidas en el hundimiento del Belgrano
El ataque lo sorprendió en la cama. La explosión del segundo torpedo, en la popa del buque, lo expulsó de la litera donde dormía antes del inicio de su guardia de cuatro horas, que comenzaba a las 8 de la noche al mando del girocompás, un instrumento electromecánico nacido del trompo hace 140 años y que resulta crucial para la navegación desde entonces.
– “Hubo la llamarada y todo se apagó”.
El cabo primero electricista Juan José Stelmaszczuk tenía 22 años cuando navegaba a bordo del Crucero General Belgrano de la Armada Argentina, la tarde del 2 de mayo de 1982, en que el buque fue hundido por el submarino británico Cónqueror, durante la guerra de Malvinas.
Stelmaszczuk fue uno de los cuatro misioneros sobrevivientes del hundimiento del buque insignia y leyenda de la flota de guerra argentina, conformada por entonces por el portaaviones 25 de Mayo y las fragatas Hércules y Trinidad, entre otras naves de combate y abastecimiento, todas comprometidas con las operaciones en el Atlántico Sur.
Los yerbales
El veterano de guerra tiene hoy 65 años. Vive con su familia en el barrio Los Yerbales, de Apóstoles, donde relató a La Voz de Misiones los pormenores de aquella tarde de mayo de hace 42 años, cuando nadó por su vida y la de su compañero, el también cabo primero electricista Ricardo David Moya, a quien sacó del infierno y hoy vive en su natal Catamarca, rodeado de los suyos en un pequeño pueblo que lo venera como héroe: Santa María.
Stelmaszczuk llegó al Crucero General Belgrano en 1981. Venía de concluir el curso de electricista en la base naval homónima y el barco era su tercer destino como marino de la Armada. Había estado en el destructor Piedrabuena, con el grado de marinero de primera con el que egresó de la Escuela de Mecánica de la Armada, antes de la especialización y el ascenso a cabo primero.
“Tuvimos casi un año de navegación. Mi puesto era comunicación interior. Hacía guardias en el girocompás, el instrumento que marcaba el rumbo del buque”, relata el veterano de guerra.
Dice que cuando las fuerzas militares argentinas ocuparon las Islas Malvinas el 2 de abril de 1982, el buque insignia de la flota estaba desarmado, en reparaciones y que la guerra en ciernes aceleró los trabajos en el apostadero naval.
“La primera zarpada fue el 14 de abril, pero se cayeron las presiones de la caldera y tuvimos que volver a Puerto Belgrano”, cuenta Stelmaszczuk.
El segundo intento fue el 15 y otra vez hubo problemas. “El 16 ya pudimos salir a Ushuaia, donde hicimos carga de combustible y víveres, y fuimos a la Isla de los Estados, que era nuestra zona de operaciones”.
“Empezamos a hacer patrullajes hacia Malvinas”, recuerda. Uno de los primeros, fue acompañar a un buque de la Prefectura Naval, cuyo nombre lo remontaba a la tierra sin mal: el Puerto Iguazú, que iba a descargar armamentos en las islas y volver a Ushuaia.
La vida a bordo transcurría entre las guardias y los zafarranchos de combate. “No había tiempo para distraerse, ni para pensar, ni para tener miedo”, dice Stelmaszczuk. Predominaba un estado de alerta constante.
El barco
El ARA General Belgrano era un crucero ligero que la Armada Argentina compró a la marina estadounidense en 1951.
El buque había vivido una larga vida cuando fue alcanzado por los torpedos MK del Cónqueror. Botado a mediados de los años ’30 y bautizado como USS Phoenix, el barco tuvo activa participación en las operaciones bélicas que siguieron al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941, de donde salió ileso.
Navegó en aguas australianas. Integró convoyes aliados en la isla de Java. Sirvió de escolta en Ceilán, de la flota que detuvo la invasión japonesa de las Indias holandesas. Patrulló el océano Índico y escoltó convoyes a Bombay.
Google reseña la historia del buque en numerosos sitios. Incluso, hay fotografías que lo muestran disparando sus potentes cañones de 152 milímetros durante la batalla del Cabo Gloucester, en Nueva Guinea, a finales de 1943.
Su derrotero bélico lo ubica en combates y desembarcos memorables, en las Islas del Almirantazgo, Hollandia, Arare, Wakde, Biak en la bahía de Geelvink; el 15 de septiembre de 1944 participó en la ocupación de Morotai, en las islas Molucas; estuvo en la reconquista de Filipinas y en la batalla del Golfo de Leyte; en octubre, colaboró en el hundimiento de los acorazados Yamashiro y Fusō, así como en el cañoneo del Mogami y tres destructores japoneses: Yamagumo, Asagumo y Asashio.
A partir de febrero de 1945, se dedicó a tareas de apoyo a los dragaminas que despejaban el mar en torno a Japón para asegurar el avance de la flota estadounidense, en los meses finales de la guerra.
Iba en dirección a Pearl Harbor cuando Japón capituló. Fue dado de baja en febrero de 1946 y estuvo cinco años aguardando el desguace o la venta.
@lavozdemisiones Juan José Stelmanzuck es uno de los cuatro misioneros que sobrevivieron al hundimiento del buque insignia de la Armada Argentina durante la guerra de Malvinas y esta es su historia.#LaVozdeMisiones #GralBelgrano #Malvinas #CasosReales
El infierno
“El primer torpedo impacta a las 16,45”, recuerda Stelmaszczuk. “El primer torpedo nos da en proa y el segundo, que es el que más daño nos hizo, en la popa”, relata.
Era domingo. El día pintaba como los anteriores: frío, con temperaturas por debajo del 0; rachas de viento, predominantemente del sur, de unos 100 kilómetros por hora, y chubascos helados. El buque había repostado combustible en esas mismas coordenadas el día anterior. El submarino inglés venía acechándolo hacía varios días, como un cazador que espera el momento exacto para lanzarse sobre su presa.
“Ya tenía la orden de Margaret Thatcher, de hundir al Belgrano. Lo reconoció años después el mismo comandante del Cónqueror”, apunta Stelmaszczuk.
El buque cumplía operaciones de patrullaje y escolta entre la Isla de los Estados y Malvinas desde mediados de abril. Entraba y salía de la zona de exclusión dispuesta por los británicos en torno a las islas. De hecho, navegaba unas 30 millas afuera de los límites impuestos por el enemigo cuando recibió el artero ataque.
“El primer torpedo agujerea la proa, el segundo entra por la línea del eje y explota entre el sollado, donde estaban los dormitorios de la tripulación y el comedor”, describe Stelmaszczuk.
“El torpedo nos agarró en los cambios de guardia”, recuerda. “De la sala de máquinas, ubicada debajo nuestro, no salió nadie”, agrega.
En el barco había 1.093 hombres. El balance total se cerraría finalmente con 323 soldados argentinos muertos, entre los que figuran los cabos segundo oriundos de Misiones, Martín Omar Maciel y Miguel Angel Meza; y 793 sobrevivientes, entre los que se cuentan Stelmaszczuk, el suboficial mayor Luis Raikoski, que vive en Azara; Raúl Pérez, fallecido hace dos años, y Mario Pastor Sosa, de Puerto Iguazú.
“En el sollado, donde yo estaba durmiendo, éramos pocos, casi todos electricistas”, rememora Stelmaszczuk y describe: “El torpedo toca sobre esa banda, hace la explosión, la llamarada, y se apagan las luces y todo se inunda rápido“.
“La explosión me tira de la cama, dormíamos en cuchetas enganchadas con cadenas; hubo compañeros que gritaron, y otro, que dormía abajo, que se agarró de mí”, cuenta.
Era el catamarqueño Moya.
“En la esquina, había una salida de emergencia, un volante que abre una puerta para pasar a la cubierta superior”, continúa Stelmaszczuk el relato de cómo, él y Moya, pudieron escapar de una trampa mortal que ya había matado a todos abajo.
“Lo primero que hice fue ir hacia ahí, con el camarada prendido por mí; nadando debajo del agua, porque ya no había más aire”, narra.
Interminables segundos después, Stelmaszczuk se encontró jalando el volante para abrir la escotilla. Cuenta que la presión hizo el resto, y él y Moya salieron disparados hacia afuera: “De ese lugar, del sollado, salimos solo los dos”.
El hundimiento
En la cubierta principal, la escena era dantesca: fuego, humo, el mar tragándose la nave a bocanadas y el buque viviendo sus instantes finales.
“Teníamos olas de cuatro a seis metros, el barco rolaba, cabeceaba y con la proa reventada era insostenible”, describe Stelmaszczuk. “La gente de control de averías trataba de estancar el barco, pero ya era imposible”, añade.
A esa hora y con el buque mortalmente escorado, el capitán Héctor Bonzo, ordena lo que en la jerga naval se conoce como “rol de abandono”. “El ‘rol de abandono’ es cuando vos cubrís y te vas a tu balsa; todos teníamos asignada una, son para 19 o 22 personas”, explica Stelmaszczuk.
“A Moya lo llevaron con los heridos, había muchos; hombres quemados, con las piernas rotas”, apunta. “Yo estaba de remera y calzoncillo. No tuve tiempo de nada, ni de agarrar mis elementos de emergencia, agua, comida; ni siquiera mi salvavidas pude sacar; todo lo que tenía se hundió con el barco”, cuenta.
En la cubierta, un marinero le dio un gabán con el que Stelmaszczuk fue al encuentro de su balsa, ubicada del lado de babor, hacia el que iba tumbándose el buque, en un derrotero que no duró más de media hora.
Eran cinco o seis marinos de los 20 asignados a la embarcación. Entre todos, la empujaron al mar y se zambulleron en el bote inflable protegido por una carpa naranja, el color internacional consagrado como señal de auxilio.
“El barco cabeceaba y tenía la punta quebrada, succionaba; tuvimos que tirarnos al mar y nadar hacia la popa para alejarnos de la succión y encontrar otra balsa”, relata el ex marino.
La encontraron.
En la balsa
“Éramos 18 en la balsa y todos muy mal. Había gente que tragó el petróleo que al explotar los tanques de combustible se había mezclado con el agua”.
A cargo del bote estaba un teniente de corbeta que Stelmaszczuk conocía. Enseguida, se restableció la cadena de mando y el grupo de náufragos encomendó su destino a sus habilidades marinas y la espera del milagro.
“Cuando se terminó de hundir el Belgrano, rezamos un Padre Nuestro y gritamos tres ¡Viva la patria!”, recuerda Stelmaszczuk.
Había una lluvia fuerte. En el bote, persistía el temor de que el enemigo atacara el enjambre de balsas que luchaban por mantenerse a flote.
“Teníamos la experiencia de que los ingleses habían ametrallado a balsas del Narval, un buque civil; habían ametrallado al Sobral, que salió a buscarnos”, comenta Stelmaszczuk.
Estuvieron más de 53 horas a la deriva. Entre todos trataban de darse calor. “Yo, esta parte ya no sentía”, dice el ex marino y se toca las piernas. “Es como que te vas entregando”, describe.
Su grupo fue uno de los últimos en ser rescatados por el aviso ARA Gurruchaga, otro barco que perteneció a la marina estadounidense y que tuvo su bautismo en otro episodio propuesto para la historia del siglo 20: la denominada Crisis de los Misiles, en Cuba, en 1962.
“Fuimos al aeropuerto de Ushuaia y volamos a la base naval Comandante Espora”, relata Stelmaszczuk. Después de una breve estancia en el hospital, fue destinado a Servicios Eléctricos y a fines de 1982 le dieron el pase al rompehielos Bahía Paraíso para la campaña antártica de ese año.
Stelmaszczuk no permaneció mucho más en la Armada. Pidió la baja poco tiempo después de aquel viaje de tres meses al Polo Sur.
“La pasé muy mal, casi no podía dormir; el rompehielos choca constantemente con los iceberg, todo el tiempo está a los golpes; yo trataba de dormir en la grúa, que era donde estaba mi puesto en el barco, porque abajo, en el camarote, era imposible”, relata.
En la calle, las cosas tampoco eran fáciles. “Cuando tomamos Malvinas era como el Mundial. Terminó Malvinas y perdimos, y cambió todo. Cuando yo salía de Retiro al apostadero naval, si iba uniformado la gente en el colectivo se corría, te decían de todo; era como si nosotros éramos los culpables y uno solo cumplió con lo que tenía que hacer, estuvo en el lugar que tenía que estar”, dice Stelmazczuk.
En Misiones también sufrió el desprecio que acompañó a los ex combatientes durante una etapa que se conoció en el país como “desmalvinización” y que fue revertida por los mismos veteranos, que supieron organizarse y hacerse visibles, mientras el olvido y los traumas de la guerra se cobraban la vida de cientos de ex soldados.
“Ahora te puedo decir que estoy tranquilo y bien. La sociedad cambió hacia nosotros. Pero en aquel momento fue duro. Yo vine con mi título de electricista y toda la experiencia para trabajar en Emsa y cuando se enteraron que era ex combatiente no me llamaron más”, relata Stelmazczuk.
Finalmente, ingresó como portero de una escuela de Apóstoles hasta que se retiró hace pocos años.
El último trofeo
En su casa de Apóstoles, hay muy pocos recuerdos de su paso por la Armada. Unas fotos enmarcadas colgadas en la pared, lo muestran adolescente en uniforme de marinero. Una mesa, aparentemente preparada para la visita de LVM, exhibe un ejemplar del libro del comandante Bonzo, que relata los pormenores de la tragedia. Hay algunas medallas y el trofeo más preciado de la colección: un recuerdo hecho con madera de la cubierta del buque, que había sido reemplazada durante las reparaciones previas a la guerra.
Stelmaczuk toma el trozo de madera y lo acaricia: “Hundido en acción”, se lee en la plaqueta. El hombre se emociona a lo largo de la charla y por momentos parece a punto de llorar. “Me cuesta todavía hablar de esto”, dice.
Cuenta que a veces vuelve en sueños a la balsa y ve al Belgrano elevarse por la popa y exhalar sus últimos rumores: hay explosiones, se forma una gran burbuja y el buque desaparece bajo el mar helado.
Historias
Manu Chao, el bar de la esquina y los “fueguitos de resistencia”
Los defensores del pastizal en la remera y el vecindario como la última trinchera. Manu Chao comparte su credo en esta charla producto del azar, un encuentro fortuito, que en lo personal me permito atribuir al destino y que no por casualidad transcurre también en la mesa de un bar.
El cantante franco español que hizo de Latinoamérica su casa y el alma de su música, repitió en Posadas una costumbre que parece haber adoptado como un ritual en sus giras por el continente: visitar los mercados populares de las ciudades y pueblos que recorre como un trovador errante desde 1987, cuando desembarcó en Perú, con Mano Negra.
Lo hizo en 2019, en Asunción, donde también respondió al llamado de la tribu y acudió a la cita del hashtag #ManuChaoEnLaChispa, un sitio contracultural del microcentro asunceno que lleva el nombre de una revista editada por el líder bolchevique y fundador de la Unión Soviética Vladimir Lenin, que hizo una campaña descomunal en redes para tenerlo en su sede de la calle Estrella, y donde el que el suscribe fue testigo de primera fila.
Manu Chao evoca aquella peña que arrancó en una mesa en medio de la calle con “Me llaman calle”, donde también estuvieron algunos de los productores posadeños del concierto del domingo, y que terminó en un dúo con un músico paraguayo muy querido, Pachín Centurión, anfitrión de La Chispa. “Siguen persiguiendo a La Chispa, lo quieren cerrar”, dice, en tono de denuncia, sobre la espada de Damocles del poder municipal que se cierne sobre el centro cultural que este mes cumple 10 años.
Enseguida, recuerda el Mercado 4, lo más paraguayo que puede encontrarse en Asunción. “Te podes perder horas ahí adentro”, agrega, hablando seguramente de su propio extravío por el más grande de los laberintos de la región, que entre sus ilustres visitantes tuvo al escritor Jorge Luis Borges, en 1986.
El sábado a la tarde, junto a su troupe de músicos y productores del concierto que daría en Umma la noche siguiente, recorrió La Placita y después el grupo se instaló en una mesa del Bar Imperial, en la esquina de San Martín y Roque Sáenz Peña, que por obra del azar se anota, de ahora en más, entre los sitios de culto de su tribu de seguidores locales.
Pronto, la esquina se volvió un epicentro de fans que llegaban de todas partes, atraídos por una historia de Instagram subida minutos antes por otro referente tribal, el bajista posadeño Tony Acuña, que se encontró a la comitiva bajando hacia el bar donde sucedieron todos los encuentros casuales de la tarde.
“¿De donde viene tu amor por Latinoamérica?”, propone alguien entre los presentes. Manu Chao rebobina y habla de Mano Negra, la banda con la que desembarcó por primera vez en el continente en 1987.
“Con Mano Negra conocí Latinoamérica”, cuenta el músico. “Me siento en casa, en una casa grande”, dice sobre ese romance forjado en kilómetros de paisajes, pesares y saberes, que convirtió en banderas y expuso en un millar de canciones emblemáticas.
La cercanía de la frontera tampoco pasa desapercibida para Manu Chao, uno de los pocos artistas que se ocupó de la desventura del migrante condenado a la angustia de vivir sin papeles; siempre huyendo de la migra, desterrado eterno. “Yo no soy racista, excepto con los aduaneros”, dispara el músico y todos en la mesa ríen.
“Ayer, subiste a Instagram un reel donde hablás de ‘montar fueguitos de resistencia’”, apunta otro de los comensales.
“En todo el mundo está pasando lo mismo. Hoy, el 35% de los franceses vota a candidatos supremacistas. No es algo exclusivo de la Argentina”, apunta Manu Chao, en su única frase política de la tarde. “Yo creo en el vecindario, en el poder de los vecinos; esos son los fueguitos de resistencia”, reflexiona.
Tampoco faltó la mención de Ramón Ayala, “el Carlos Gardel de la tierra colorada”, sugiere alguien en la mesa y la conversación viaja unas cuadras, a la Bajada Vieja y la entrañable melodía del Mensú, que alguien tararea.
El músico escucha con asombro el relato sobre la mítica calle y los orígenes de una ciudad que le debe todo al río, que su mayor trovador interpretó como nadie y la convirtió en poesía.
Historias
Los ferrys, entre el óxido y el olvido a 111 años de su llegada a Posadas
El viernes 18 de octubre pasado, se cumplieron 111 años de la llegada a Misiones de los ferrobarcos Roque Sáenz Peña y Ezequiel Ramos Mejía, los populares ferrys posadeños, que durante ocho décadas fungieron de puente fluvial entre Posadas y Encarnación, llevando y trayendo los convoyes del Ferrocarril General Urquiza que hacían el trayecto Buenos Aires – Asunción.
Construidos en Glasgow, Escocia, entre 1907 y 1910, los buques se embarcaron en 1913 en una increíble travesía a través del Atlántico para llegar a Buenos Aires y después a Posadas.
Eran tiempos convulsos en ambas orillas del Paraná. En Argentina, durante el gobierno de Roque Sáenz Peña, se había llegado al límite de la frontera agrícola y era el inicio de una larga depresión económica que se extendería hasta 1917 y cuya consecuencia más inmediata fue el incremento de la desocupación y su correlato de conflictividad social.
En Paraguay, gobernaba un periodista: Eduardo Schaerer Vera y Aragón, originario de Caazapá, hasta hoy el territorio más pobre del país. Y mientras Buenos Aires inauguraba su primera línea de subte, Asunción tenía una sola cuadra de pavimento de madera que la prensa bautizó con una expresión en francés: “Petit Boulevard”, donde se agolpaban las tiendas más refinadas y en cuyos escaparates se exponía el mundo.
Alejadas de los centros de poder, Posadas y Encarnación forzaban, por entonces, los límites de un territorio agreste, poblado por inmigrantes llegados de otros extremos del planeta.
La inauguración, el 2 de octubre de aquel año, del embarcadero de Pacu Cuá, cuyos restos todavía se conservan en el mismo estado de abandono que los ferrys posadeños, supuso el incremento del intercambio económico entre ambos países, con el transporte de productos de todo tipo.
De hecho, los primeros convoyes fueron cargueros hasta que se sumó el transporte de pasajeros. El tren tardaba unas 50 horas en recorrer los 1.518 kilómetros entre Buenos Aires y Asunción.
“Contribuyeron al crecimiento económico de Misiones, con el transporte de granos, aceite de tung, fertilizantes; más adelante entró el tren de pasajeros, que llegaba a Posadas todos los miércoles y embarcaba a Asunción, volviendo los domingos”, comenta Analía Colazo Bidegain, presidenta del Ferroclub Nordeste Argentino, heredero de los ferroaficionados posadeños y que se ocupa de la salvaguarda de la memoria y el patrimonio ferroviario.
Analía es hija de Sixto Ramón Colazo, que durante 45 años fue jefe de la zona fluvial en Posadas y como tal estuvo a cargo de la coordinación de cada viaje de los ferrys.
Ex trabajadora ferroviaria, Analía cuenta que creció en los emblemáticos buques mellizos. “A los cuatro años hice mi primer viaje: me subía con el capitán, iba al otro lado y volvía”, recuerda.
“De chico no entendías, pero al crecer se adquiere conciencia y creo que no hay hijo de ferroviario que no ame o respete lo que fue el trabajo de nuestros padres y a estos barcos”, afirma.
Destino final
En internet hay un sinfín de material sobre ambos buques, entre crónicas periodísticas, imágenes, videos e, incluso, fotografías de la inauguración de 1913, del Archivo General de la Nación.
Entre todos, el video titulado “El ferry del adiós”, publicado hace más de 10 años, recoge el invaluable testimonio de dos de sus protagonistas: el jefe Colazo y el capitán Vicente Arzamendia, ambos fallecidos en 2011, con un mes de diferencia.
En el material, de unos 16 minutos de duración, ambos hombres cuentan los pormenores del trabajo que implicaba el cruce del río, la labor a bordo y aportan datos precisos sobre el funcionamiento de los antiguos buques.
El video repasa también el papel de ambos buques en importantes eventos históricos: el transporte de suministros y heridos de la Guerra del Chaco, que enfrentó a Paraguay y Bolivia entre 1932 y 1935; y las labores de rescate de evacuados durante la gran inundación de 1983, que puso en jaque a todo el litoral argentino.
“Hace diez años que estoy de capitán de los ferrobarcos”, relata Arzamendia y la imagen lo muestra en el puente de mando, en plena faena por el río. “Llegué en 1956 y me embarqué como profesional baqueano durante seis años hasta que asumí como capitán”, cuenta.
“Tenemos un capitán, un oficial baqueano, un jefe de máquinas, un primer maquinista, un timonel, un contramaestre, dos cabos de asadores, seis marineros, cuatro foguistas, un mozo y un cocinero; es un total de veinte tripulantes”, contabiliza, a su vez, Colazo.
“Son muy necesarios porque cada uno tiene su tarea específica”, valora el entonces jefe de la zona fluvial y detalla: “El personal de cubierta realiza su tarea de carga y descarga; el personal foguista es el que mantiene la presión en la caldera a través de la leña que le va suministrando”.
Los buques, de 63 metros de eslora y 18,15 metros de manga, consumían unas cuatro toneladas de leña cada ocho horas. “La temperatura en la sala de calderas alcanza oscila entre los 60 y 80 grados centígrados”, ilustra Colazo y explica que, debido a esto, los tripulantes asignados a esta área, alternaban en turnos de 15 minutos. “Salían a tomar aire y volvían”, cuenta Colazo.
En la cinta disponible en Youtube, el hombre se anticipa al destino de ambos ferrys, sacados de servicio en 1989 con la inauguración del puente internacional San Roque González de Santa Cruz, y pide que “se hagan todas las gestiones necesarias para que los barcos se conviertan en museos y no terminan en chatarras como ha ocurrido en otros lugares”.
“Cuando mi padre fallece le hice la promesa de seguir luchando por ellos”, señala su hija Analía que, por entonces, ya estaba alejada de la actividad ferroviaria y vivía en Buenos Aires. “Y así empecé, yendo y viniendo, hasta que después me radiqué en Posadas para estar más cerca”, apunta.
Parque temático
Hoy, en su apostadero de Nemesio Parma, el Roque Sáenz Peña es el que parece mejor conservado, aunque Analía Colazo asegura que las apariencias engañan y que, en realidad, es su mellizo, el Ezequiel Ramos Mejía, el que mejor se mantiene a flote.
La escena sugiere todo lo contrario. El óxido parece haberse apoderado por completo del Ramos Mejía, que, además, perdió totalmente el puente de mando y exhibe parte de su estructura convertida en un amasijo de hierros retorcidos.
Su mellizo, el Roque, en cambio, conserva resabios de la pintura que lucía cuando ambos buques estaban amarrados en la costanera de Posadas, donde hoy se ubica la plazoleta que rinde homenaje al Papa Juan Pablo II.
En aquel entonces, en la cubierta del Roque funcionaba un restaurante, que llegó a ser muy concurrido, y en su interior albergaba una extraordinaria muestra de maquetas a escala de joyas ferroviarias de todos los tiempos. Un nombre sobresalía en aquel entonces: el arquitecto Narciso Aguilar, fallecido en 2010.
En 2014, fueron declarados Patrimonio Histórico Provincial y Fluvial, y Bien Histórico Nacional, en 2021, por ambas cámaras del Congreso.
Sin embargo, nada se hizo por ponerlos en valor. “El tema es que se requiere una gran inversión”, señala Analía Colazo, que a través de su fundación presentó a la Secretaría de Transporte de la Nación un proyecto para extraer los buques del agua y montar en el predio de la estación de Miguel Lanús un parque temático ferroviario.
“La idea es sacarlos del agua y mediante un convenio con las escuelas técnicas reparar el caso y recrear una laguna para que la gente que no conoció pueda conocer esta parte tan importante de la historia de Misiones”, explica Analía.
Según dice, luego de la asunción de las nuevas autoridades en diciembre pasado, volvió a entrevistarse con la cartera de Transporte del gobierno de Javier Milei y le comunicaron que “no hay intención de hacer nada”.
El hundimiento
En 2019, se hundieron en el mismo lugar donde se encuentran hoy. Reflotarlos, implicó la intervención de un equipo de buzos y técnicos navales que trabajaron durante tres días, dentro y fuera de las embarcaciones, soldando fisuras del casco y desagotando agua con bombas de achique que no pararon nunca.
Desde entonces, descansan ahí, amarrados en una orilla olvidada, a una veintena de kilómetros de la parte del río donde una vez brillaron y se convirtieron en leyenda.
Para cualquiera que no conozca su historia son nada más que un par de despojos oxidados esperando lo inevitable en un recodo alejado, como conveniente, del escrutinio público.
Los ferrobarcos se balancean en las aguas de Nemesio Parma, soportando estoicos el implacable paso del tiempo, como dos hermanos condenados que aguardan, pacientes, el hachazo final del verdugo.
Historias
Juanfer Quintero pagó la operación de cataratas a un misionero
Pedro, un misionero de 56 años con síndrome de down conocido como “Papi” en el paraje Yacutinga, necesita una operación para recuperar la visión que perdió hace unos seis meses. En las últimas horas, su historia se viralizó en las redes sociales hasta llegar al jugador colombiano Juan Fernando Quinteros (Juanfer), quien decidió enviar los fondos para que Papi se opere.
Todo comenzó con un video que difundió José Pisak en su cuenta de Instagram contando un poco la situación en la que se encuentra el “fanático incondicional” del Club Atlético River Plate.
“Lamentablemente, (Papi) tiene cataratas en ambos ojos y necesita operarse lo antes posible. Cada operación cuesta $1.300.000 y por eso estamos pidiendo la ayuda de todos”, explicó José Pisak en un posteo que acompañó con un video de Papi para que sus seguidores lo conozcan.
A lo que añadió: “Hace más de 6 meses que Papi no ve, cualquier colaboración es bienvenida para que pueda recuperar la vista y seguir disfrutando de su vida y de su pasión por River”.
El audiovisual recorrió las redes acogiendo todo tipo de comentarios de solidaridad de los internautas que querían aportar su granito de arena para ayudar a que Papi recupere la visión.
Sin embargo, el momento que sorprendió a todos, incluso al mismo José, fue el mensaje del exjugador de River, Juanfer: “Yo lo pago”, escribió y, en otro comentario, arrobó a una persona para que “cuadre” los detalles para enviar los fondos que cubrirían la costosa cirugía.
Al comentario del jugador de fútbol, José, un fanático más del Millonario, contestó: “No puedo creer que hayas visto esto. Sos gigante. Gracias”.
Tras comunicarse con la persona que Juanfer le indicó y con el correr de las horas, el joven que se hizo eco de la historia de Papi comunicó a través de sus historias de Instagram que el centrocampista y actual jugador de Racing giró el dinero con el cual se llevará a cabo la operación.
“Hoy a la mañana hizo la transferencia. Eso ya tiene todo la familia, la cuenta a la que se transfirió es directa de Papi. Ahora, sigue el segundo paso que es la fecha de la operación y volver a mirar a River, que es lo que más quiere”, celebró José.
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